El líder de Podemos, Pablo Iglesias, reconoció hace unos días la dificultad de plantear un Gobierno alternativo al PP habida cuenta de los primeros movimientos registrados para, por ejemplo, votar la composición de la Mesa del Congreso de los diputados. «La votación de la Mesa ha revelado como imposible lo que nosotros intentamos, que era un acuerdo con el PSOE, Convergència, ERC y eventualmente con el PNV. Eso está claro que no es posible», dijo.
El trámite ha conseguido lo que hace unos años parecía impensable: El acercamiento a C’s, que parece estar dispuesto a renunciar a todo con tal de favorecer la gobernabilidad, y especialmente el deshielo con los nacionalistas periféricos. Ahí están los 10 votos que, por sorpresa, respaldaron la composición de la Mesa, los mensajes del PP en torno a la necesidad de que CDC tenga grupo parlamentario propio o la reunión improvisada entre la vicepresidenta en funciones, Soraya Sáenz de Santamaría, y el vicepresidente de la Generalitat, Oriol Junqueras, que acabó con la autorización para que Cataluña emita más deuda.
El reconocimiento del fracaso por parte de Iglesias tuvo como destinatario al PSOE y su falta de interés por armar una mayoría parlamentaria alternativa al PP. Un análisis que vino a confirmar lo que ya está claro para casi todos menos para las respectivas direcciones políticas: Ambos partidos están condenados a entenderse en el presente y, seguramente, en el futuro próximo como alternativa al PP. El motivo principal, la percepción de que Unidos Podemos se nutre, en buena medida, de ex votantes socialistas que abandonaron a su partido por el giro al centro y al sentido de Estado con lo que se explican las decisiones adoptadas por el partido desde mayo de 2010.
Veamos los resultados obtenidos por los distintos partidos de izquierdas de implantación estatal desde las elecciones generales de 2008, las que arrojaron un escenario de mayor bipartidismo parlamentario debido, sobre todo, al éxito de la campaña de José Luis Rodríguez Zapatero que consiguió aglutinar en torno al PSOE casi todo el voto que oliera a izquierda (casi 11.3 millones de votos que, sumados a los 700.000 que recibió IU, colocaron a la izquierda en los 14 millones de electores).
A partir de entonces, hemos asistido a un proceso de fragmentación política que, sumado a la posición que adoptan los abstencionistas de izquierda ante los planteamientos de la campaña electoral por parte de los partidos, plantean una conclusión inquietante: El PSOE de Zapatero facilitó que supiéramos cuál era el techo electoral de la izquierda, unos datos que coinciden con los de las elecciones generales de 2004 (con la movilización en el último tramo de la campaña tras los atentados del 11M) o las de 1996, los comicios que acabaron con la hegemonía del PSOE pero no con la de la izquierda.
Hablamos de un techo electoral en torno a los 12 millones de votos que, casualidades de la vida, se parece relacionan con los 11.6 millones que obtuvieron en diciembre PSOE, Podemos e IU con un dato de participación superior al 70%. Los votos que «faltan» para completar el marco hay que buscarlos en los buenos resultados de ERC, por ejemplo.
Estamos, pues, en un escenario en el que no hay grandes trasvases de votos sino de una fragmentación en las respectivas familias ideológicas (al PP le ha ocurrido algo similar con respecto a C’s) que se mueven, además, en función de los incentivos percibidos para participar. Así, entre diciembre de 2016 y las elecciones del 26 de junio, este conglomerado de izquierdas se dejó 1.2 millones de votos, votos que, en su mayoría, engrosaron el dato de abstención (tanto de crónicos que en diciembre rompieron su pauta como de electores descontentos con el trabajo de sus respectivos partidos durante las negociaciones de investidura).
Sea como fuere, está claro que el centroderecha sí ha encontrado cauces de entendimiento en el arranque de la actual legislatura y todo hace pensar, a día de hoy, que es posible que haya un gobierno presidido por Mariano Rajoy. Con el apoyo directo o indirecto de los nacionalistas periféricos, un escenario impensable hasta hace unas semanas. Este entendimiento, en las filas de la izquierda, no sólo no es posible a día de hoy sino que hay elementos que indican que los puentes de diálogo entre el entramado Podemos y el PSOE está completamente derruido a pesar del apoyo que Unidos Podemos dio a la candidatura de Patxi López como presidente de la Mesa del Congreso en segunda votación.
Desde Ferraz, se tiene la percepción de que Podemos ha ocupado un espacio electoral que sienten como propio desde la Transición política, una percepción a la que no ayuda las críticas y salidas de tono de Pablo Iglesias respecto a los socialistas como casta o las menciones a la «cal viva» para referirse a Felipe González como Mr.X de los GAL. Si se añade cierto adanismo político como parte de un relato que describe como negativo como lo que se había conseguido antes de la cristalización de Podemos, ya tenemos el combo perfecto que cimenta las escasas relaciones entre dos partidos que, lo quieran o no, deberán negociar y entenderse.
Ahí cobran peso las palabras que esta semana ha pronunciado Iglesias sobre los problemas que manifiesta Ferraz con respecto a Podemos («El PSOE no ha digerido bien que Podemos le supere en tantos sitios. Y es normal. Tiene mas de un siglo de historia y nosotros solo dos años. Pero ahora estamos a la par») o el hecho de que las urnas han certificado que ambos partidos tengan una representación muy parecida, por mucho que Pedro Sánchez insista en la sopa de siglas que constituye Unidos Podemos («Si PSOE quiere gobernar, tendrá que ser con Podemos. Y pactar con nosotros en clave de igualdad. Nosotros no somos IU, no somos una fuerza pequeñita. Y nos tienen que mirar de igual a igual. En el futuro de España, el viejo PSOE tendrá que pactar con el nuevo Podemos»).
La entrevista de Esther Palomera a Iglesias insiste en estas posiciones: