A veces pareciera que Madrid (entendiendo como Madrid todo el entramado político, institucional y mediático de España) actúa como un niño de corta edad ante los problemas que, una vez tras otra, nos depara la realidad: Ignorar acontecimientos y evitar hablar sobre ellos para darles la categoría que merecen.
Este domingo, 11 de septiembre, Madrid ha tenido la oportunidad de comprobar cómo hay problemas que no desaparecen por mucho que se evite hablar de ellos. Miles de personas, por quinto año consecutivo, secundaron la convocatoria de las organizaciones independentistas para volver a reafirmar, en las calles, su malestar respecto al modelo territorial actual y el deseo, sin dramas, de iniciar un proceso de desconexión de Cataluña respecto al conjunto del Estado español.
Por vez primera, desde que la celebración de la Diada de 2012 certificó que España tiene un problema en Cataluña, los organizadores han dispersado las concentraciones en cinco puntos: En Barcelona, donde se concentraron 540.000 personas, según la Guardia Urbana; en Lleida, donde el Ayuntamiento habló de 25.000 manifestantes; en Berga, con 60.000 asisententes, de acuerdo a los datos de la ANC, una de las entidades convocantes; en Tarragona, donde hubo 110.000 manifestantes, según los organizadores; y en Salt, Girona, donde se vio a 135.000 manifestantes. En total, 870.000 personas en las calles, una cifra que la Delegación de Gobierno rebajó a las 370.000 personas, un dato increíble si se visualizan las imágenes de la concentración en la Ciudad Condal. Según cálculos de Societat Civil Catalana, las cinco concentraciones reunieron a 292.000 personas: 140.000 en Barcelona; 65.000 en Tarragona; 28.000 en Lleida; 47.000 en Salt; y 12.000 en Berga.
Con los datos sobre la mesa, ya se habla de pinchazo (relativo) respecto al 1.4 millones de manifestantes durante la Diada de 2015 o los 2 millones del año 2012. Fue aquella la primera celebración que confirmó que el independentismo catalán tenía músculo suficiente para disputar la hegemonía del statu quo y manifestar, al menos, que miles de personas no se sentían cómodas con el modelo autonómico que cristalizó durante la Transición política. Y entonces, como ahora, se hizo como una manifestación cívica, con ausencia de incidentes. Todo un ejemplo que integra el independentismo catalán en la lista de movimientos políticos y sociales con mayor capacidad de aguante en el tiempo.
España sigue sin querer asumir el problema
Viñeta de Ferrán Martín, publicada en 2012
Al margen de las cifras, queda claro que España tiene un problema en Cataluña que ha sobrevivido a los avatares propios vividos por el sistema político catalán, con la crisis de los viejos partidos y la aparición de nuevas formaciones en un contexto de alta fragmentación parlamentaria. Esta semana, sin ir más lejos, veremos la salud de la que goza el Govern, que se somete a una moción de censura de la que, si no hay sorpresas por parte de la CUP, saldrá reforzado de cara a la continuidad del proceso de desconexión de Cataluña respecto de España, previsto para 2017.
Hoy, la coalición Junts pel sí ha conseguido enmascarar la crisis política que vive CDC, que ha decidido apostar todo al propio proceso con la presencia de quien lo inició, Artur Mas, en la concentración de Barcelona, y del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en la concentración de Salt. El llamado ‘proceso’ ha obligado también a moverse a los nuevos partidos y ahí está la presencia de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, en la convocatoria de la Ciudad Condal, aunque haya intentado por todos los medios evitar una fotografía que la vincule con los líderes independentistas.
Y todo ello ocurre mientras el país vive en una situación de bloqueo institucional que viene explicado, precisamente, por la decisión de los partidos centrales (PP y PSOE) de evitar cualquier diálogo abierto con CDC o ERC, como ocurrió tras las elecciones de 1996 o las de 2004 y 2008, ya con José Luis Rodríguez Zapatero al frente del PSOE. Ya lo escribía este domingo Enric Juliana en La Vanguardia:
Hay que prestar atención a otros tres discursos del debate de investidura. Joan Tardà y Gabriel Rufián, de ERC, acudieron al Congreso a despacharse a gusto y a disputarle el lenguaje de la radicalidad a Podemos, puesto que los comunes de Ada Colau son un freno con el que no contaban. Subieron a la tribuna a demostrar que la voz cantante catalana en el Congreso ahora es la de Esquerra. Con otro registro, Homs bajó del gallinero del grupo mixto para enviarle un mensaje a Sánchez: “Podemos hablar”. No mencionó explícitamente la condición del referéndum. La dio a entender, pero no la mencionó. Los convergentes hace años que aprendieron a usar los códigos de señales. “Podemos hablar”.
El PDC (provisional) tiene cuatro buenos argumentos para explorar la posibilidad de dar sus ocho votos a Sánchez. En primer lugar, hacerle pagar a Rajoy la operación Cataluña, pilotada por una unidad informal de la Policía, que ha logrado hundir la figura de Jordi Pujol y convertir en cenizas la imagen pública de CDC. En segundo lugar, propiciar un nuevo escenario político –Gobierno del PSOE obligado a pactos constantes en el Parlamento–, que haga posible, en un futuro no inmediato, un aterrizaje controlado de la cuestión catalana. En tercer lugar, dificultar la cristalización de una futura mayoría de izquierdas en el Parlament de Catalunya, ante la evidencia de que ERC empieza a tejer complicidades con los comunes y la CUP. Un Gobierno socialista apoyado por Podemos acentuaría las contradicciones realmente existentes entre los distintos componentes de la actual izquierda catalana. Y finalmente, evitar unas terceras elecciones, que pueden dejarles laminados.
Un escenario que, como hemos visto, se traduce en un escenario en el que los partidos constitucionalistas (PP y PSOE) prosiguen la senda de la irrelevancia, sobrepasados por marcas nuevas (Podemos y C’s) y por la propia supervivencia de los nacionalismos periféricos en Cataluña y Euskadi. Guste más o menos, se comparta más o menos, estamos ante un proceso en el que se ha conseguido crear un relato diferente y bastante más atractivo de lo que proyecta España, que se empeña en dispersar ineficiencia (incapacidad para un acuerdo, caso Soria o que Rajoy ni siquiera acudiera a la Cumbre mediterránea celebrada en Atenas) y agresividad con quien no comparte los postulados oficiales.
Este sábado, el ministro de AAEE, José Manuel García Margallo, el encargado del Gobierno en responder a todo lo que proceda de Cataluña, como si en la práctica estuviéramos hablando de países diferentes, asumió una declaración impresentable para preparar la Diada de este año: «De una crisis se sale, un ataque terrorista se supera, pero la disolución de España es absolutamente irreversible».
Unas palabras increíbles si se tiene en cuenta que, hasta hace cinco años, uno de los principales problemas del país era el terrorismo de ETA y que lo que llega de Cataluña es una reivindicación pacífica que cristalizó, sobre todo, en la percepción, por parte de muchos, de que no eran queridos en España y que han vivido situaciones de maltrato auspiciados en el ‘café para todos’, en el sistema de financiación e incluso en el respeto por su cultura e idioma.
Es decir, desde que el TC sentenció a propósito del Estatut recurrido por el PP, vivimos un un proceso que ha tenido un punto de partida emocional que Madrid ni siquiera ha intentado entender y que explica por sí solo la manera en la que el Gobierno central (y sus terminales mediáticas) está dispuesto a afrontar un problema que, con periodicidad anual, impide mirar a otro lado.
CODA. Por supuesto, la multitudinaria convocatoria ha vuelto a tener reflejo en la prensa internacional, aunque en menor medida en que los años anteriores (al menos en el momento de elaboración de este post). Entre las posibles razones, el interés por el 15 aniverarsario del 11S estadounidense: