Nadie dijo que fuera sencillo construir una formación política nueva con capacidad de romper el statu quo que, de una manera u otra, se ha mantenido desde la Transición política. Sin embargo, lo que estamos conociendo estos días, en relación a las luchas internas más o menos públicas y publicitadas de Podemos por el liderazgo y por posicionarse de cara al futuro, confirma no sólo la dificultad de trasladar institucionalmente el malestar ciudadano que se confirmó el pasado 26 de junio con cinco millones de votos, sino el hecho de que parece que la izquierda sea incapaz de salir de su eterno retorno. Se llame esa izquierda PSOE, Izquierda Unida o Podemos.
Los datos han salido publicados en la prensa: el control del partido en Madrid se está convirtiendo en el espejo en el que han saltado todas las costuras orgánicas de Podemos, las mismas que se cosieron durante la Asamblea Ciudadana celebrada en Vistalegre con la elección de un organigrama clásico de partido político. Por el momento, hay dos candidaturas al menos: la encabezada por Ramón Espinar, apoyada por el sector más cercano a Pablo Iglesias, y la que lideran Tania Sánchez y Rita Maestre, más cercanas a Iñigo Errejón. No se descarta que el sector anticapitalista se sume también a la disputa.
Hace dos años, se fomentó la visión de la necesidad de laminar la horizontalidad con la que nació el proyecto por la propia necesidad que la realidad imponía: Tal y como confirmaron en su momento otras formaciones políticas, la velocidad en la toma de decisiones y en fijar posición mediática en un contexto de mediocracia creciente no casa bien con la discusión asamblearia y la toma de decisiones por parte del conjunto de la militancia. Incluso en una militancia acostumbrada al espacio on line como la que cristalizó durante el 15M y que heredó, en gran parte, Podemos. El eterno debate en la izquierda entre «la tensión entre la eficacia en la acción política –en primer término, eficacia electoral– y la transformación del partido en un vehículo político de nuevo cuño permeable a las nuevas sensibilidades y aspiraciones de participación».
Vistalegre supuso el salto de un movimiento social a un partido político, el primer paso hacia la mayoría de edad y, por qué no decirlo, hacia la consideración de Podemos como un partido político con capacidad de disputar el espacio a su rival natural, el PSOE, con el fin último de tocar poder. Allí quedó aparcado el modelo defendido por Izquierda Anticapitalista esencialmente y triunfó la tesis oficialista, cuando la cúpula de Podemos hablaba como si fuera un solo hombre.
Hace apenas dos años de aquel encuentro y parece que ha transcurrido una eternidad. Hoy, esa cúpula se encuentra manifiestamente dividida y existen intentos, ampliamente difundidos incluso por la prensa que simpatiza con Podemos, de matar al líder. Nada extraño si nos olvidáramos de que Podemos había nacido con un ADN diferente y que pasaba por remarcar la diferencia respecto a las prácticas habituales y nada edificantes para el ciudadano medio de los llamados partidos tradicionales.
Recordemos que este cambio de estructura orgánica fue el inicio también de un giro programático desde tesis de democracia deliberativa y radical hacia un programa de Gobierno de corte socialdemócrata con ciertas dosis de partido atrapalotodo. Bajo la consideración de que el partido era, sobre todo, una máquina electoral.
Una tormenta permanente
Durante la negociación de la investidura de Pedro Sánchez ya tuvimos la primera señal de alarma con la destitución fulminante de Sergio Pascual, secretario de Organización del partido y persona muy cercana a Iñigo Errejón. Ahí se contextualizan los problemas de la federación de Madrid y de otras CCAA, como Galicia o Euskadi, cuyas elecciones este 25 de septiembre serán la prueba de fuego para saber si Podemos y sus confluencias siguen teniendo capacidad de crecimiento o si, como parece, se ha encontrado con un techo electoral que podría explicar la disputa orgánica y por el liderazgo que se apunta durante estos días.
Decíamos que nadie dijo que fuera sencillo trasladar el malestar ciudadano con el sistema al funcionamiento orgánico de un partido politico que debía pasar de ser una herramienta para el cabreo a modular ese enfado con el fin cambiar las cosas en un sistema que había dado innumerables señales de agotamiento. Podemos estaba llamada a ser la herramienta para el cambio, y había motivos sobrados: A nadie le extrañó que, inicialmente, el 90% de los españoles compartiera los motivos de la movilización del 15M,un apoyo que fue disminyendo cuando la movilización se dispersó en las asambleas de barrio y en las columnas que durante 2011 y 2012 paralizaron Madrid en varias ocasiones. Es decir, cuando se confirmó que la movilización procedía de sectores progresistas y votantes de centroizquierda.
No es casualidad que se atisben señales de desconexión hacia todo lo que suponga Podemos en tanto que proyecto para construir un país diferente, una desconexión que partió de la desmovilización ciudadana, como ocurrió a comienzos de los años 80, con el fin de que toda la acción política se centralizara en el partido. Sólo que Podemos no tiene nada que ver con lo que era el PSOE entonces, y estos días estamos comprobando que esa afirmación no tiene por qué ser totalmente positiva.
No es circunstancial que todo el trabajo previo al nacimiento de Podemos coincidiera con la cristalización del proyecto independentista catalán como un movimiento esencialmente cívico que también partía del supuesto de romper el statu quo (en este caso territorial). Un proyecto sobre el que Podemos y su confluencia en Cataluña se ha mostrado estudiadamente equidistante confirmando, como siempre, que el eje nacional no es precisamente uno de los factores en los que la formación se siente cómoda. La campaña electoral vasca y la gallega son sumamente interesantes en este sentido.
Hace unos días, Paco Bello resumía buena parte de la estupefacción de los que están siguiendo estas luchas intestinas a través de la prensa y daba en el clavo sobre lo que supone, a medio plazo, esta crisis:
«Una vez anulada cualquier otra alternativa a corto plazo, para que Podemos no esté condenado a la insignificancia (easy come, easy go), tenéis que recuperar (cuando no radicalizar) aquel programa social de las Europeas (ese con el que por la inercia y en solitario se alcanzó aquel hoy insoñable máximo del 28% en intención de voto un octubre de 2014), adquirir la firmeza e intransigencia necesaria para acabar con el compadreo con el contrario (los partidos del régimen: PP, PSOE y C’s), y reconsiderar vuestra relación con el enemigo (acabar con las sonrisas y las payasadas en los cadalsos mediáticos, donde no se va a ser simpático ni a tocar la guitarra, sino en última instancia a estamparla). Y todo ello, con una buena depuración, con una disculpa pública previa, sincera, clara y de perfil alto, y con hechos inmediatos que confirmen las intenciones».
Es decir, en apenas tres años, el partido evidencia buena parte de sus debilidades (esperables) y una dirección errática respecto a sus fortalezas. Lo más grave de todo está en la percepción de que comienza a manifestar un comportamiento similar al de otros partidos y que, en la práctica, lo que se ha propiciado ha sido una renovación de elites, proceso que estaba prácticamente bloqueado por la propia existencia de dos partidos con el funcionamiento de PP y PSOE.
Una ventana de oportunidad desaprovechada
A los pocos meses de su nacimiento, era habitual que los líderes de Podemos hablaran de «ventanas de oportunidad» que se debían aprovechar para remover todo el sistema político y de partidos del país. El altavoz fueron las elecciones europeas pero también todo el proceso dirigido a dar a conocer una formación nueva capaz de superar los techos electorales de IU y de disputar al PSOE la hegemonía de la izquierda. La dificultad era doble pues coincidió en el tiempo el planteamiento de esa posibilidad junto con la propia necesidad de armarse internamente como partido político, con todas las implicaciones que ello conlleva.
En las elecciones municipales de mayo de 2015, la oportunidad se transformó en ocasión real de empezar a cambiar las cosas desde el municipalismo, que estaba llamada a ser la palanca que obligaría a mover todo el sistema. Los pactos con el PSOE, también en los gobiernos autonómicos, buscaban mostrar que existían (y existen) proyectos distintos a los encabezados por el centroderecha. Hoy, tenemos ejemplos de lo que ha significado ese cambio en consistorios como los de Cádiz, Valencia, Madrid, Zaragoza o Barcelona, con resultados diferentes valorables según la cercanía hacia los proyectos ciudadanos.
Desde entonces, hemos encadenado tres procesos electorales: Las elecciones catalanas, con resultado más que discreto de En Comú Podem Catalunya Si Que es Pot, que hoy tiene todas las papeletas para constituirse como un partido más parecido a En Marea o Compromís que a Podemos; las generales de diciembre de 2015; y las generales de junio de 2016, en las que Unidos Podemos no fue capaz de sobrepasar al PSOE ni en número de votos ni en número de escaños. Tras lo ocurrido durante este largo verano, hay cierto consenso en que los últimos resultados electorales constituyen un techo que la formación y, sobre todo, sus líderes, no están sabiendo gestionar adecuadamente.
Las consecuencias las vemos estos días, con manifestaciones públicas de liderazgos en torno a los distintos sectores que están cristalizando, pero también con la consideración de que algo ocurre en la izquierda cuando se plantea construirse orgánicamente. Lo vimos durante años en el PCE y en IU y lo estamos viendo en el PSOE desde la retirada de José Luis Rodríguez Zapatero. Parece que existe cierto consenso en que, cuando hay ausencia de proyecto o alternativas a la posición oficial, comienza la lucha por el control del partido. Es decir, que la alternativa política y de proyecto se traduce, en la práctica, en actitudes personales muy similares a las de los considerados establishment.
Las comparaciones son odiosas, lo sabemos, pero sería aconsejable fijarnos en otros partidos que tienen otra manera de canalizar las críticas internas y la existencia de sectores ideológicos diferentes. Nos hemos referido al PP que José María Aznar organizó a su imagen y semejanza, un partido que aguanta pese a todo el caudal de basura que tiene en las puertas de Génova. Ahora tenemos también el caso de C’s, un partido sin estructura orgánica, con muchísimos problemas (incluso de ausencia de cuadros medios), pero que, hasta el momento, no ha ofrecido espectáculos tan demoledores como el que estos días nos proporcionan los líderes de Podemos.