Esta portada de The Guardian, el pasado miércoles, explica mejor que cualquier análisis el momento en el que ha entrado la UE. Por primera vez en sus 60 años de Historia, celebrados recientemente con un acto en Roma que rezumaba nostalgia y cierto aire de pesimismo, un Estado miembro solicitó formalmente la salida de la organización.
La primera ministra británica, Theresa May, en cumplimiento con el resultado del referéndum del año pasado, con victoria de la opción que apostaba por el Brexit, activó el artículo 50 del Tratado de Lisboa que inicia la desconexión con la UE, un proceso que debería acabar, como muy tarde, el 30 de marzo de 2019 y que se prevé costoso por varios motivos.Durante su discurso en Westminster, May lo dejó claro: «Éste es un momento histórico del que no puede haber marcha atrás. Ahora que la decisión de dejar la UE ha sido tomada, es el momento de estar unidos».
En la carta remitida al presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, se establece que «Reino Unido quiere acordar con la Unión Europea una alianza especial y profunda que abarque la cooperación económica y en seguridad. Para lograrlo, creemos necesario acordar los términos de nuestra futura alianza en paralelo a los de nuestra salida de la UE» y fija los puntos a negociar: Las reglas para seguir comerciando; «un acuerdo justo sobre los derechos y obligaciones de Reino Unido al salir de la UE»; minimizar la distorsión que pudiera provocar el proceso; una negociación respecto a Irlanda; tener en cuenta el bienestar de los ciudadanos; y trabajar juntos por los comunes valores europeos: «Quizá más que nunca, el mundo necesita los valores democráticos y liberales de Europa. Queremos asegurar que Europa se mantiene fuerte y próspera y capaz de liderar el mundo, proyectando sus valores y defendiéndose de las amenazas a su seguridad».
Como en otros momentos de su Historia, la UE entra en terreno desconocido. El citado art. 50, según uno de sus autores, en vigor desde 2009 establece la posibilidad de que un Estado miembro decida voluntariamente abandonar la UE pero no especifica cuál es el procedimiento a seguir. Sobre todo porque, a pesar de las reticencias británicas tradicionales materializadas en frenos a la unión política o a perder más soberanía nacional, durante casi medio siglo los intereses entre Reino Unido y el continente europeo han ido de la mano.
Desde el punto de vista económico, la UE negocia con Londres un monto cercano a los 60.000 millones de euros que Reino Unido rebaja sustancialmente, mientras pone el acento en lo que ocurrirá con Irlanda y sobre el futuro de los 4.5 millones de ciudadanos británicos que residen en distintos países de la UE y viceversa. Durante estos primeros días, el bloque europeo ha proyectado unidad, un mensaje que trata de frenar las intenciones de May de negociar por separado con cada Estado, lo que haría realidad las peores pesadillas de los que abogan con fuerza por que el proyecto europeo salga sin demasiadas heridas de este momento histórico. Bruselas ha reiterado que negociará mirando por sus intereses y con el fin de evitar incertidumbres.
Por su parte, Londres deberá hacer frente a una posición de fuerza en Europa (no en vano las economías continentales son su principal socio comercial después de EEUU), a la necesidad de mantener contactos en materias como seguridad y lucha antiterrorista (lo que deriva en contactos con las respectivas policías) y, además, deberá lidiar con un problema interno derivado de su salida de Los 28: El malestar de Escocia ante esta decisión, un malestar que ha vuelto a activar la convocatoria de un nuevo referéndum de independencia en el que se abordará la permanencia escocesa en el organismo como nuevo Estado.
Por el momento, parece claro que Reino Unido no logrará un Brexit a la carta: Esto es, mantendrá una buena relación comercial con la UE pero no recibirá un tratamiento especial en relación a los puntos que le interesa cumplir respecto al Tratado de Maastricht (libre comercio pero no libertad de movimientos de trabajadores y ciudadanos europeos). Por si acaso, Donald Tusk lanzó un mensaje claro respecto al proceso ( «No hay ninguna razón para pretender que este es un día feliz para los europeos y los británicos») y en clave interna: «Pero hay algo positivo en el Brexit: nos ha hecho a los Veintisiete más determinados y más unidos que antes».
En el documento enviado a las cancillerías europeas con las directrices que se seguirán en las negociaciones, Tusk recuerda que «un estado no miembro de la Unión, que no tienen las mismas obligaciones que los miembros, no puede disfrutar de los miemos derechos y beneficios que estos». Concluye que antes de hablar de una futura relación bilateral con Londres se deben alcanzar antes avances respecto a las obligaciones financieras y en relación al estatus de los ciudadanos europeos en suelo británico.
Los distintos líderes europeos están centrados en evitar un efecto contagio en otros Estados europeos, a la espera de lo que ocurra en las elecciones presidenciales francesas en las que, en la segunda ronda, se batirá un europeísta convencido (Emmanuel Macron) y la principal partidaria de una salida de Francia del proyecto europeo (Marine Le Pen).
Un zarpazo al proyecto político europeo
Las declarciones de Tusk y de otros líderes europeos enmascaran la dimensión de un problema que tiene más de político que de económico. La salida del Reino Unido llega en el peor momento de la UE en su Historia. Recordemos que, desde su fundación en 1957, el organismo ha sido un foco de atracción de todos los países europeos que han hecho lo indecible por pertenecer al club (que se lo pregunten si no a Turquía, que presentó su primera propuesta de adhesión a la CEE en 1987).
España y los regímenes que salieron de procesos dictatoriales, en el sur de Europa, y los Estados que pertenecieron al bloque soviético vieron en su momento en la UE un espacio de libertad y de progreso, y eso explica las diferentes fases de adhesiones desde 1980 (con Grecia, como décimo Estado miembro) hasta la entrada de Croacia, en 2013 hasta configurar Los 28 Estados miembros actuales.
La solicitud del Reino Unido se produce en el momento en el que el proyecto europeo está en entredicho por varios procesos: Por un lado, la propia situación económica del continente que, a pesar de los buenos resultados estadísticos, esconden un aumento de la desigualdad y de la pobreza, agudizado tras la crisis financiera de 2007. La gestión de la crisis, con el señalamiento de los países del sur, a los que parece que en muchos momentos se ha querido castigar por los efectos nocivos del diseño del euro como moneda común, ha provocado también una ruptura entre amplios colectivos sociales y el proyecto europeo, especialmente si tenemos en cuenta que no parece haber alternativa a dicho proyecto en estos momentos.
El abandono de lo que podemos llamar el consenso de posguerra se ha cruzado con otras variables como la crisis de los partidos tradicionales que protagonizaron ese consenso y el surgimiento de nuevas formaciones políticas más o menos presentables. Uno de los efectos más interesantes es la relevancia de formaciones de ultraderecha, en muchos casos partidarias de la salida de sus respectivos países de la UE para potenciar la recuperación de la soberanía nacional.
Resulta sintomático que esos partidos estén surgiendo, precisamente, en el corazón de Europa y no, por ejemplo, en los países del sur que tanto denosta el presidente del Eurogrupo en unas declaraciones absolutamente impresentables a las que, por desgracia, estamos más que acostumbrados. Así, tenemos formaciones de ultraderecha potentes en Francia, Países Bajos, en Austria, en Alemania (aunque a la baja), así como en los países nórdicos.
La ruptura del consenso de posguerra, con consecuencias directas en la proyección política de la socialdemocracia en los distintos países europeos, ha conllevado que se cuestione el proyecto en su conjunto y que se esté dando un proceso que pasa por plantear una recuperación de la soberanía nacional gradual. Por primera vez en 60 años, la UE ya no aparece como un foco atractivo de mejora del sistema político y moral, algo que la gestión de la crisis de refugiados puso (y pone) de manifiesto cada vez que Turquía recuerda que Los 28 le paga por mantener sus fronteras cerradas a los flujos que proceden de Irak, Siria o Afganistán mientras se sigue actuando política y militarmente, de forma más o menos directa, en dichos conflictos, a pesar de las discrepancias cada vez más públicas de distintos líderes europeos con el presidente de EEUU, Donald Trump.
Lo cierto es que después de años de retórica internacionalista y a favor de la globalización y la transnacionalidad, parece que vivimos un ciclo en el que líderes y colectivos empiezan a cuestionarse los efectos que ha provocado el diseño de una sociedad internacional como la que surgió tras la caída del bloque soviético. Han coincidido en el mismo periodo la llegada de Trump a la Casa Blanca, la victoria del Brexit en el país más euroescéptico de los que forman la UE y la contestación social a los poderes establecidos en distintos países europeos cada vez que la ciudadanía tiene ocasión.
Sería conveniente comenzar a leer en serio estas señales si se quiere salvaguardar el proyecto europeo, para lo que sería necesario revitalizar el concepto de pertenencia a una comunidad que comparte valores y proyecto de futuro, tal y como lo planteron en su momento los padres fundadores de la CEE. Tenemos serias dudas de que haya líderes en estos momentos con la capacidad, no sólo de leer lo que ocurre más allá de los focos de poder europeos, sino de tomar decisiones al respecto.
CODA. Así mostró la prensa británica la activación del Brexit. Como siempre, los periódicos sensacionalistas explican perfectamente por qué los británicos votaron a favor de salir de la UE, a la que siempre considedaron un ente ajeno con demasiada capacidad de influencia en sus asuntos internos.